Foto por Karina Fuenzalida, Pontificia Universidad Católica de Chile
Nos vemos inundados por una gran cantidad de plataformas de Inteligencia Artificial (IA) que nos ofrecen leer libros en segundos, escribir poemas como si fuéramos Gabriela Mistral, resolver problemas matemáticos como Baldor, o incluso diagnosticar enfermedades a través de fotografías. El debate no es menor. Si ayer la preocupación era el plagio o la copia en exámenes, hoy el desafío es cómo educar en valores cuando la tecnología ofrece atajos tan seductores como invisibles.
La reacción inicial en muchas instituciones ha sido de alarma, y con razón: estudiantes que entregan trabajos escritos íntegramente por ChatGPT, sin siquiera leerlos, docentes que dudan de la validez de los trabajos que les son entregados y deben evaluar, etc. En una investigación que nos encontramos realizando, una profesora comentaba que le llama la atención que ahora todos los estudiantes redactan de la misma forma y un estudiante expresaba su miedo a que sus tareas pudieran ser confundidas con el producto de una inteligencia artificial. Esto nos hace cuestionarnos incluso si la irrupción de la IA en la educación podría generar una desconfianza de la sociedad hacia los títulos universitarios.
Por lo que, prohibir el uso de la IA podría parecer la solución más simple y rápida, pero resulta completamente inviable. Esta tecnología ya forma parte de la vida cotidiana de los estudiantes, quienes la integran con una naturalidad impresionante, le piden consejos para tratar sus problemas con parejas y amigos, recomendaciones para estudiar y de menús semanales para preparar. Ignorar esta realidad sería como enseñar sin reconocer el idioma que habla el estudiantado.
Por ello, la misión hoy en día no es prohibir (o al menos así se visualiza desde la educación). sino que es aprender a convivir con ella sin renunciar a la honestidad ni a la inquietud intelectual. Esto exige un cambio de enfoque: no se trata de luchar contra las máquinas como Neo en Matrix, sino de formar a los futuros profesionales con integridad. Y la integridad académica no es un listado de sanciones ni un reglamento disciplinario, es un conjunto de valores, un compromiso con la búsqueda genuina de conocimiento, con el esfuerzo propio y con la confianza que sustenta la vida universitaria y profesional futura.
Con ese foco, el problema no está en ChatGPT, Copilot u otros, sino el modo en que estas herramientas se usan de manera transparente, declarándolas y reconociendo los límites tanto por el estudiantado como por los docentes. Y se vuelve indispensable avanzar en tres frentes: primero, actualizar los códigos de integridad para incluir procedimientos claros sobre el uso de IA en el aprendizaje y la investigación. Segundo, formar a docentes y estudiantes en un manejo ético y transparente de estas herramientas, comprendiendo sus alcances y limitaciones. Y tercero, repensar las evaluaciones, privilegiando instancias que valoren la reflexión, la creatividad y la aplicación práctica sobre la repetición de contenidos.
La integridad académica ha sido siempre la base de la excelencia universitaria. Frente a la IA, esta convicción no cambia, lo que cambia es el modo de cultivarla y protegerla. Debemos reconocer que la honestidad intelectual sigue siendo el corazón de la vida universitaria y recordar que ninguna máquina puede reemplazar la responsabilidad ética de cada estudiante, de cada profesor y de cada institución.
La invitación es clara: usar la inteligencia artificial no como un atajo para evitar el aprendizaje, sino como un estímulo para fortalecerlo.
Daniela Avello es Profesora Asistente en la Facultad de Medicina de la Pontificia Universidad Católica de Chile, y investigadora en Integridad Académica y Educación Médica.
Catalina Becker trabaja en Dirección Académica de la Vicerrectoría Académica de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Las opiniones de las autoras son propias.
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